La bioética y los medicamentos

La bioética ha modificado la práctica profesional de médicos y farmacéuticos
.

 
En 1978, el Congreso de los Estados Unidos encargó un informe sobre la protección de los seres humanos en la experimentación clínica. El resultado fue el Informe Belmont, un hito en la protección de los derechos humanos de los pacientes. El Informe Belmont hacía un minucioso estudio de los principios y orientaciones para la protección de los sujetos humanos en la experimentación. A partir del Informe Belmont, los ensayos clínicos se basan en tres principios fundamentales: el de autonomía, que supone el respeto a las personas que participan en el ensayo; el de beneficencia, que busca causar un bien al paciente, y el de justicia, que impone el criterio de igualdad y de distribución equitativa. La pieza clave de esta nueva orientación es la protección de que gozan los participantes en el ensayo, gracias a la exigencia del consentimiento informado de los pacientes y a su derecho al abandono del ensayo clínico siempre que lo estimen oportuno.

Basándose en los criterios establecidos por el Informe Belmont, Beauchamp y Childress desarrollaron los cuatro principios de la bioética, aplicables no sólo a los ensayos clínicos sino a todas las intervenciones médicas que afectan a la salud de los pacientes. Los cuatro principios son el de autonomía, el de beneficencia, el de no maleficencia y el de justicia, principios que han permitido el desarrollo espectacular de la bioética como disciplina básica en el ejercicio de los profesionales sanitarios. La bioética ha desplazado a la tradicional concepción deontológica, circunscrita a los deberes contraídos en el ejercicio de la profesión, deontología que muchas veces adquirió un tinte corporativo y confesional. Las nuevas orientaciones bioéticas han consolidado como criterio básico el respeto a los derechos humanos de los pacientes: los progresos en terapéutica no pueden conseguirse mediante métodos que pongan en entredicho los derechos fundamentales de las personas.

Para llegar a esta nueva orientación, en la que prima el respeto a los derechos individuales sobre los beneficios que pueda obtener la colectividad, fue necesario que se asistiese al horror de la Segunda Guerra Mundial, a la ignonimia de los campos de exterminio, a los experimentos realizados con seres humanos a los que se trataba como a cobayas, sin ningún respeto a su dignidad ni a su vida. El horror causado por los abusos inflingidos por el fascismo y el comunismo a los derechos del hombre condujo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948, texto fundamental que a su vez inspiró el Informe Belmont, en 1978, y al Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, en 1997.

"El paciente ha dejado de ser un menor de edad, tutelado por los profesionales, para convertirse en un adulto que asume su autonomía. Ha sido un paso de gigante en la historia de las ciencias médicas."

La bioética ha modificado la práctica profesional de médicos y farmacéuticos. Se ha pasado del paternalismo propio de la tradición hipocrática, de la "condescendencia con autoridad" de Percival (Medical Ethics, 1803) al criterio actual, que respeta la autonomía de los pacientes y su derecho a tomar las decisiones que les afectan, previamente informados. El paciente ha dejado de ser un menor de edad, tutelado por los profesionales, para convertirse en un adulto que asume su autonomía. Ha sido un paso de gigante en la historia de las ciencias médicas. Hay detractores de ese protagonismo ejercido por los pacientes, que algunos consideran excesivo. Los detractores de la actual mentalidad bioética afirman que la autonomía de los pacientes les hace tomar decisiones erróneas, ya que no son capaces de procesar la información requerida. Sostienen que los profesionales declinan sus responsabilidades transfiriéndolas al paciente y limitándose a informarles de cuestiones técnicas que éstos no pueden comprender. Opinan asimismo que la protección de los pacientes si es total y absoluta, impedirá la introducción de nuevos medicamentos. Se recuerda que Jenner, Pasteur y Fleming introdujeron la vacuna antivariólica, la vacuna antirrábica y la penicilina sin verse obligados a superar la rigidez de los actuales protocolos. Se insinúa que esos autores no hubieran podido realizar sus aportaciones de haber asegurado a sus pacientes el cumplimiento de los cuatro principios de la bioética. A esa crítica no le falta su parte de razón, pero los métodos de los tiempos heroicos no son extrapolables a la investigación clínica en el presente, y la protección de los derechos de los pacientes no es incompatible con el progreso en farmacología. El respeto a los principios de la bioética no conduce, en modo alguno, al suicidio terapéutico, sino que protege a los pacientes de abusos que les causarían perjuicios irreparables. La historia de la medicina está plagada de terapéuticas que supusieron un grave atentado contra la salud y la dignidad de los pacientes. En el Barroco, algunos médicos ensayaron la transfusión sanguínea y la inyección intravenosa, novedades que abandonaron tras producirse numerosas muertes. Ese es el tipo de experimentación que la bioética hace imposible en la actualidad. No frena el desarrollo de la investigación, sino que la encuadra y autoriza en el momento adecuado, cuando el perfil beneficio/riesgo es asumible, evitando que se ponga en juego, inútilmente, la dignidad y la vida de las personas.

Juan Esteva de Sagrera